Y como siempre, me quedo con el valor emocional y social del vino, su capacidad de ayudarnos a vivir experiencias, de allanar barreras, de vestir de una magia cotidiana lo que podría ser simplemente una cotidianidad con poco color. No se trata evidentemente de beber, se trata de compartir y este toque es lo que me gustaría que el vino transmitiera al enoturismo y nosotros a nuestros viajeros: nuestra casa, nuestra forma de entender nuestro negocio, la filosofía de trabajo de nuestra empresa, un poco o mucho de nuestra personalidad, el color de nuestros vinos, los aromas que nuestra visita ha de destilar... Sí. Lo escribía el otro día. El proyecto enoturístico y el proyecto enológico deben ir de la mano y confluir en las mismas playas. Si hago una visita enoturística aunque no sepa nada de los vinos de esa bodega debo terminar mi visita pensando en esos vinos e imaginando su bouquet, sus colores, sus aromas... (Eso me llevará a comprar esos vinos, sin duda)
Me he enrollado... es lo que toca cuando uno se pone un poco melancólico. Porque mientras escribía esto también me he acordado de los amigos y de mi gente con la que ya no podré compartir esos vinos. He recordado los vinos familiares con mi padre y algunos de sus dichos inolvidables (“El vino no me llama nada. Voy yo solo”) y también los vinos al lado de mi amigo Carlos L. quien me enseñó a unir una copa de vino a una buena charla unas veces y otras veces a un maravilloso silencio.
Sólo me queda desearos a todos, unas felices fiestas y un 2009 lleno de buenas personas, buenos proyectos enoturísticos y ¡cómo no! buenos vinos. Por supuesto que la felicidad llegue también a vuestras familias y a todas las personas a la que queréis y os quieren.